miércoles, 20 de enero de 2016

Tazas de café III

                                                                                                                                               12 de enero.

Elia:

He estado pensando en el día en el que nos conocimos. Aquella noche en la playa cuando tú te fundiste en el mar y yo en el cielo, cuando confesaste que eras agua y yo que quería ser viento. El día en que desnudamos nuestras almas. El día en que me contaste el miedo que te daba crecer y envejecer, enfrertarte a los cálidos abrazos de la Muerte.

Te echo de menos.

En realidad, ¿cómo se puede echar de menos a alguien a quien tienes justo al lado? Qué incongruencia. En estos momentos te tengo dormida en mi regazo, y ojalá pudieses ver lo hermosa que eres. O lo rota que estás. ¿Cómo hemos llegado a este punto? Tus ojos han perdido el brillo casi por completo, tu piel está gris y tus labios ya no tienen color. Me atormenta cuando la gente se cruza contigo por la calle y no saben que caminan junto a un muerto. Y, aun así, haces música incluso bajando las escaleras a saltitos, y el parqué agradece te agradece la melodía en esos días vacíos donde el eco vale la pena.

Yo quiero hacer música con los huesos que sobresalen de tus caderas.

Elia, ¿aún duermes? ¿Qué sueñas? Quiero enredarme en tus pensamientos y perderme en los surcos de tu mente. A veces olvido que ya no estás, que ya no somos nada. Tú no me crees, pero yo he llegado a amarte. Incluso algunas veces cierro los ojos y presto atención a los latidos de mi corazón: late más lento cuando pienso en ti, como echándote de menos. Él también te añora. ¿Es eso posible?

Elia, ¿tienes una pesadilla? Creo que duermes por puro agotamiento. ¿Por qué te da miedo la noche? ¿Qué te grita la cama para que te de miedo tocarla? No importa, deja que te dé un poco de calor, tiemblas. Duerme tranquila, te prometo que ellos no van a alcanzarte mientras esté yo a tu lado.

Elia, déjame arreglarte. Déjame intentarlo.

                                                                                                                                                       Eneas. 

martes, 12 de enero de 2016

Tazas de café II

                                                                                                                                               10 de enero.

Nisia:

Que me quería, dice. Menuda estupidez. ¿Cómo puede llegar a querer a alguien que está tan podrido por dentro? Yo no tengo nada bonito, nunca lo he tenido, ¿cómo podía si quiera gustarle? ¿Cómo se le coge cariño a un alma en pena?

Eneas no me quería, era imposible. Seguramente lo decía para que volviese a sus brazos, como muchas otras veces. Quizás se le había ablandado el corazón cuando la otra noche le expliqué mi miedo a dormir. Él no me quería, le daba pena.

Es imposible querer a alguien tan gris, tan atado a sus fantasmas; que abre su coraza a sus demonios cada día y deja que la devoren por dentro y se traguen hasta el último sentimiento.

Que me quería.

Eneas habla en pasado, siempre lo hace. Para él, el futuro no existe y en el presente sólo existo yo. Y yo estoy anclada a un momento eterno. Por eso no me quiere. Ni me quería. Es imposible que lo hiciese. Me niego a creer que alguna vez estuvo enamorado de mí.

Yo vivo arropada por mis miedos. Por eso él se acurrucaba a mi lado y me daba calor, porque me hacían tiritar a cada instante. Yo era importante para él, pero él nunca me ha querido. Fingía.

Eneas tiene miedo de que me vuelva a romper. Es curioso, estoy segura de que ese chico está enamorado de las personas rotas. Míralo, las huele a kilómetros. Es capaz de ver las heridas más profundas debajo de todas esas capas de inseguridad y muros anti-sentimientos. Y, en ocasiones, es capaz de curarlas. Eneas no puede manterse alejado de un alma caducada como la mía, ya lo he comprobado. No va a parar hasta que me arregle, aunqie yo insista en que no quiero ser reparada.

Él se rompió siendo muy, muy joven. Oh, si lo hubieras visto. De la noche a la mañana el mundo se quebró para él, las ruinas quedaron a sus pies. No sé cómo consiguió salir de eso, en serio, yo hubiese muerto ahí mismo. Pero él no, ¿lo ves? Mira dónde está ahora. Es mi ejemplo a seguir.

Está obsesionado con la gente rota y triste, con las depresiones andantes como tú o como yo. Lo entiendo, él sólo quiere ayudar. Sabe cómo hacerlo. Sabe qué puntos tocar, qué palabras usar, cómo hacerte conectar contigo mismo y encontrarte.

Pero Eneas no me quiere, Nunca lo hizo. Y yo no quiero que me arregle. Al fin y al cabo, yo estoy mucho más muerta por dentro de lo que lo está él por fuera.

                                                                                                                                                           Elia.

martes, 5 de enero de 2016

Tazas de café.

                                                                                                                                                 5 de enero.

Eneas:

Me va a estallar la cabeza.

No sé qué hago aquí, discúlpame. Eres como el rincón de mi mente al que llamo "casa", el hogar al que siempre acabo volviendo. Sé que estás dormido, que hace seis meses que no nos vemos ni hablamos, y que vas a acabar harto de mí porque sólo vengo cuando te necesito. No quiero que digas nada, sólo escucha.

Estoy acojonada.

Es horrible sentirse tan jodidamente pequeña cuando siempre has sido la alta, la grande, la que llama la atención pero inmediatamente se vuelve invisible. Ahora mismo me siento pequeña e indefensa. Y es horrible.

Llevo un tiempo sintiéndome así. Frágil, desprotegida. No soy yo y no sé qué me está pasando. Llevo días corriendo, huyendo de mi mente. No pueden atraparme, ¿lo entiendes? Si me atrapan, ¡estoy perdida! No duermo, no como, no salgo. Y, sin embargo, nunca estoy en casa. Me he perdido a mí misma, necesito que me ayudes a encontrarme. Tú eres mi mejor amigo, mi hermano mayor, la otra voz de mi cabeza. ¡Tú sabes dónde estoy, ayúdame!

Siento que voy mendigando un poco de afecto de cualquiera que me abre sus brazos. Es repugnante, me doy asco. Tranquilo, no se me está yendo la cabeza. Pero es que al ser tan pequeña nadie te ve. Lo ignoran, no les importa. Y yo voy escalando las mesas y metiéndome es sus diminutas tazas de café para sentir un poco de calor. Odio a esa gente porque dependo de ellos, de sus tazas de café. De lo contrario, moriré congelada. Y sé que es estúpido, porque se toman el café frío para no quemarse sus delicadas lenguas. Pero necesito ese calor que te envuelve cuando alguien te abraza, esa quemadura justo en el corazón cuando alguien te quiere de verdad. Es invierno y hace frío, y yo soy pequeña. 

Sin embargo, tú no bebes café. Por eso he venido a ti. Para darme calor, tú te vuelves igual de pequeño que yo y te tumbas a mi lado, siempre lo haces. Te esperas hasta que ya no tiemblo, y nunca pides nada a cambio. Otras veces, en cambio, me pones debajo de tu lupa y te quedas horas observándome. Pero al menos me ves, ¡sabes que estoy aquí! Eso me recuerda que no me he vuelto completamente loca, que existo y que no te has ido. No, tú nunca te has ido del todo.

Oh, chico, ahora sé cómo se sentía Alicia en el País de las Maravillas.

Bah, deliro.

El caso es que llevo varias noches sin dormir. No puedo dormir. ¡Me aterroriza dormir! Me da muchísimo miedo dormir porque ahora a mi cabeza no quiere desconectar y le apetece hacer una carrera para perseguirme hasta que me agote y no quiera salir de la cama en días. Pero a las cinco ya estaré en pie, como siempre. Y me levantaré con ganas de gritar, llorar y patalear. En lugar de eso, se me olvidará respirar. De vez en cuando me pasa, olvido respirar durante unos minutos. Luego me marearé y abriré la boca para coger aire. ¡Y me dará pánico salir de mí habitación! Pasará algo bonito, algo maravilloso. Durante el resto de la tarde se me olvidará que soy yo. Me distraeré, buscaré algo que hacer. Eso siempre funciona, ¿sabes? Después fingiré que tengo sueño, pero me volveré a pelear con la cama.

Justo como ahora.

Estoy tirada en el suelo viendo la cama con sus sábanas de pelo muy estiradas y su edredón que calienta demasiado. La maldita almohada que me da dolor de cuello y un peluche que no sé qué hace ahí, yo no lo he puesto. 

Necesito que vengas a dormir conmigo, ¿lo harías por mí? Cuando era pequeña y tenía una pesadilla, mamá se metía en mi cama y su calor me tranquilizaba. Aguardaba hasta que yo me calmaba y volvía a dormirme, y entonces se iba. No sabes lo que odiaba despertarme y no verla a mi lado. Necesito que duermas conmigo y me des la mano, o que dejes que te agarre de la camiseta. Necesito saber que estás ahí, esperando atento a que vengan a cogerme. Sé que tú jamás dejarías que me llevasen. Nunca permitirías que me hiciesen daño. ¿Puedes dormir conmigo?

Te juro que como me tumbe en esa cama o la deshaga y me meta dentro, me ahogaré. Moriré. De alguna forma u otra, me haré pedazos. Por dentro o por fuera, literal o metafóricamente; si toco esa cama, me haré daño. 

Te prometo que nunca he sentido tanto miedo.

                                                                                                                                                           Elia.